EL ÚLTIMO VUELO DEL FÉNIX
Según el mito, el Ave Fénix muere
para resurgir con toda su gloria convirtiéndose así en un símbolo del
renacimiento físico y espiritual e, incluso, de la inmortalidad. Esta quimera
es la base (literal y material) del filme de Alejandro G. Iñárritu, en el que
un actor ególatra en horas bajas (Michael Keaton, touche!) siente la necesidad
de dejar su impronta en el mundo del espectáculo a través de la adaptación
teatral de una novela de Raymond Carver. Para ello deberá sobrevolar el fuego
de la aceptación y la crítica y establecer una airada lucha contra su propio
ego, que le permita renacer de sus propias cenizas. No obstante, a pesar de que
posee valiosos mimbres, la película acaba tornándose extremadamente repetitiva
y cobarde, convirtiéndose en un continuo intento de tapar sus propias costuras
y carencias por medio del efectismo visual.
¡EL PLANO SECUENCIA HA MUERTO!¡VIVA EL PLANO SECUENCIA!
El plano secuencia está de moda.
Bueno, en realidad nunca ha dejado de estarlo pero da la sensación de que, en
muchos casos, su uso en la actualidad tiene que ver más con motivos
exhibicionistas que con la idoneidad y pertinencia de su aplicación. Sólo así
se podría explicar su abusivo uso en el cine comercial actual, sirviendo de
reclamo y que alcanza incluso hasta las series de televisión más laureadas como
sucede en True Detective (Nic Pizzolatto, 2014) o Fargo (Noah Hawley, 2014),
que cuentan con sendos archicomentados planos secuencia que suponen verdaderas
islas dentro de un cuidado y definido tono formal y cuyo uso sólo se puede
explicar a través de cuestiones meramente publicitarias. Por suerte, esto no
sucede así en películas (más pequeñas) como la española 10.000 Kilómetros
(Carlos Marqués-Marcet), la alemana Camino de la cruz (Dietrich Brüggermann,
2014) o la noruega Oslo, 31 de Agosto (Joachim Trier, 2011), por poner algunos
ejemplos recientes, en las que el uso de la toma secuencial supone una
simbiosis casi perfecta con la eterna utopía de la unidad del fondo-forma.
Pero Iñárritu parece querer
sugerir en Birdman que la experiencia de un plano secuencia real y la de uno
impostado se conjugan de la misma manera, por lo menos en la cabeza del
espectador medio, lo que ya de por sí supone de inicio, una falta grave de
respeto hacia el que paga la entrada. El director le otorga una mayor ponderación
a la experiencia del espectador (algo que en sí no tiene por que ser una
suposición errónea) que a la necesidad e idoneidad de los recursos formales
utilizados. Es decir, en la película hay momentos (y no son pocos) en los que
el uso del plano secuencia resulta repetitivo e inoportuno, entonces ¿para qué
seguir insistiendo en un recurso del que ya se han entrevisto sus costuras en más
de una ocasión? ¿Acaso el descubrir que detrás de cada puerta (o de cada
textura más o menos uniforme) se esconde una trampa no representa un acto de
cobardía y falta de honestidad?
No obstante, el verdadero
problema que esconde Birdman está en su guión, torpe y repetitivo con lo que un
plano secuencia, usado normalmente para acentuar o enfatizar la variable
tiempo, no hace más que dejar las vergüenzas al aire. Es cierto que resulta muy
oportuno en las escenas entre bastidores, en las que el filme parece remontar
el vuelo al añadir una notable carga de intenso y pertinente dramatismo, o para
contemplar el magistral trabajo de fotografía que realiza Emmanuel Lubetzki,
pero (siempre hay un pero con Iñárritu) en líneas generales el plano secuencia
en este filme supone un artificio al servicio de la nada. Muchos elogiarán la
capacidad de subvertir la variable tiempo en los planos de Birdman, es decir,
usar el plano secuencia para explicar un lapso de tiempo que no se corresponde
al real, algo que Angelopoulos realiza de manera mucho más pertinente y
elegante en varios de sus filmes (el mejor ejemplo está en La mirada de Ulises
(1995), en la que el director griego resume 5 años de conflictos en los
Balcanes en un magistral plano secuencia de 10 minutos). Al final, y disculpen
la expresión, la película de Iñárritu se reduce a un “a ver quién la tiene más
larga”, tan propio de patologías relacionadas con la dosis incorrecta de
autoestima.
Daniel Reigosa
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